Hay a la entrada de mi casa, justo encima de la puerta, un reloj.
Bueno, en realidad es la salida de mi casa.
Parecido a los que colgaban de los vestíbulos de los apeaderos de la Renfe.
Porque mi casa siempre ha tenido algo de estación. Por el trasiego de gente, y porque ha sido el comienzo de muchos viajes.
Algunos de cercanías, la mayoría no.
Algunos iniciáticos, la mayoría no.
Algunos imaginarios, la mayoría no.
Y cada vez que descuelgo el sombrero, incluso aunque sólo vaya a por el pan, antes de accionar el picaporte, miro la hora; como mira al tendido el torero, igual que se santigua el trapecista.
No me gusta perder los trenes, ni llegar tarde a los andenes.
No me incomodan los pañuelos de las despedidas, al contrario, airean el ínfimo luto, el microscópico fracaso, que deja cada ausencia.
No me echa atrás el ayudar con las maletas.
Yo sé que a algunos les gusta viajar solos.
A mí, no.
Pequeñas historias, melodías de insomnio, mensajes en envases de aire, días de tristelicidad...
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