Llovía en Londres, junto al Támesis. Si no recuerdo mal el paseo se llama de la Reina.
Era enero. Hacía frío.
No un frío que te paraliza sino un frío que te estimula. No un frío que te embota sino uno que te despierta. El matiz no viene tanto de la temperatura como del termómetro, dirán ustedes y dirán con razón.
Me senté sin darme cuenta porque iba mirando al río. Y una vez allí me sumí en elucubraciones románticas, prácticas y metafísicas del tipo saltar a las vías o pedir un baile a la taquillera. Casi siempre son baldías estas disquisiciones. Y más en mi caso en que las prolongo y las prolongo porque me sabe mal darle la razón a los raíles, o a la chica, y al final acabo llegando tarde a ambos. Porque soy más de andar que de llegar.
Pero esta vez no. Zanjé. Y al levantarme me volví y vi el cartel.
Llovía en Londres. Junto al Támesis. Y qué gusto daba.
Pequeñas historias, melodías de insomnio, mensajes en envases de aire, días de tristelicidad...
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