Decía Gloria Fuertes que un poeta triste era un triste poeta. Decía que ella sólo escribía cuando estaba contenta o normal, si estaba triste se callaba. Y si estaba amargada ni siquiera salía a la calle, para no darle ningún zarpazo a nadie. En cambio cuando leo sus poemas o sus entrevistas detecto una tristeza profunda. No lo digo con pena, mucho menos con compasión, a muchos indolentes les recetaría yo la tristeza de la poeta. Era una tristeza de clown, de payasa. La tristeza de quien conoce y se moja. Una tristeza vestida de optimismo.
Leo a Bukowsky. Sin entrar a opinar si sus textos son autobiográficos o no (para quien no lo haya leído, Charles Bukowsky tiene un alter ego literario llamado Henry Chinasky y escribe siempre en primera persona). Bukowsky roza la desesperación, roza la nada, se pasea al lado de todos los abismos y su visión de lo que le rodea es descarnada, cruel... se diría que confía muy poco en el género humano. Pero Bukowsky siempre caía de pie. Siempre se despertaba de las borracheras y su obra es de una honestidad brutal.
Pero después de estos dos talentazos llegó Walt Disney y nos jodió bien jodidos. Tenía la sonrisa grabada en los labios, una visión del mundo en rosa y la actitud mediocre del vendedor de enciclopedias (ya no hay vendedores de enciclopedias. Digamos del vendedor de vaporetas).
Cuando contemplo arte, siempre me quedo con los atormentados, con los asustados y con los melancólicos (sin llegar a Cioran que es para rociarse de gasolina) porque la memez me aburre terriblemente y me resulta plasticosa y no me la creo. Sólo le permito cierta frivolidad a Cole Porter, todavía no tengo claro por qué. Será la excepción que confirma la regla.
Pequeñas historias, melodías de insomnio, mensajes en envases de aire, días de tristelicidad...
sábado, 21 de octubre de 2006
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