Él solía escribir. Le pagaban por ello. Pero, por encima de todo. necesitaba escribir.
Tenía miedo. Miedo a escribir más rápido. A acelerarse y precipitarse como un trineo por la pendiente y no poder parar. Tenía miedo a que le salieran frases sin su consentimiento, párrafos que él no quería que salieran. Tenía miedo a que su escritura le escribiera a él. Este miedo lo tienen casi todos los escritores. Y no es miedo, no. Es pavor.
El había sido un salvaje durante bastante tiempo. Cuando ella lo conoció él era un salvaje. Aventuraré que ella se enamoró de él exactamente porque era un auténtico salvaje.
Luego se fue domesticando a medida que ella se lo pedía. Dulcemente. Sin estridencias. Esa fue la mayor traición hacia ella: obedecerla y dejar de ser como era. Y, como era de esperar, ella dejó de amarle. Porque la había traicionado. Porque la había obedecido. Por eso dejó de amarle. Porque ya no era un salvaje.
Pequeñas historias, melodías de insomnio, mensajes en envases de aire, días de tristelicidad...
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