Llego a Las Arenas y me meto en un chiringuito pijo con camareros estirados que no me respetan porque mi ropa entera cuesta menos que su delantal, para más inri no les reconozco la jerarquía psicosocial Me siento al lado del ventanal. La playa a la vista, casi al alcance de la mano. Suenan las olas leves y al cielo nubes grises y paños azules en pugna feroz.
Es primavera en el Cantábrico.
Pago sin propina. No es tacañería, es ínfima venganza.

Voy por la arena con los pies descalzos. Ni siquiera hay un señor paseando al perro. La brisa me regala lo mejor, me quiere. Igual se regalan esas nubes. Me agasaja el verde de los prados lejanos. Se diría que el mar calmo y tranquilo se ha tumbado ahí especialmente para mi visita. Le han avisado los montes que jalonan la desembocadura de la ría.
Y después de este espectáculo, que disfruto sin pagar entrada, después de esta prueba de amor galáctico, ninguna de las bellezas naturales me pide nada a cambio. Bueno, sí, con un susurro suave, gentilmente... que vuelva.
Estoy por entrar de nuevo al restaurante y contárselo al camarero. Pero prefiero guardar el sabor dulce en la boca. Como los ecos de la última cucharada del postre.
se te ha olvidado contar que me has echado de menos
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