Estoy al borde de un abismo, no, corrijo, de dos abismos y decido llamarla por teléfono, por si acaso.
Me dice que la pillo mal, que me llama dentro de un rato.
Decido ser cortés y postergar mi inminente inmolación.
Cumple su promesa a medias, porque no me llama al cabo de un rato sino de dos.
¿Qué tal estás? --me pregunta. Yo le digo que bien. Ella me dice que ella también, incluso mejor que yo, (¡no te fastidia!) que se ha comprado una falda monísima en las rebajas, que se ha hecho de Imagenio y que ayer se fue de fiesta y se acostó a las cuatro de la mañana, que no ha podido levantarse de la cama hasta las 3, que ahora se va al cine, que ya hablamos.
Es maja, pero he visto en Carrefour langostinos ultracongelados más empáticos que ella.
Me da rabia. Me cabreo. Me cabreo por su pusilanimidad y por la mía. Se me ha transformado la tristeza en ira y ya no me sale de los cojones suicidarme. Entro en la cocina y me corto unas rodajitas de lomo embuchado y me pongo un culín de vino y unos picos para acompañar. No abren los psiquiatras en domingos, menos mal que tengo siempre algo de embutido ibérico. Y pienso en mi tentativa, en mis dos abismos y en esa mierda de llamada telefónica.
Me cago en la vida auténtica y en todos sus sucedáneos.
Pequeñas historias, melodías de insomnio, mensajes en envases de aire, días de tristelicidad...
viernes, 3 de julio de 2009
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