
Le mandé una nota.
Unas líneas que en otro tiempo habrían sido un billete a un país exótico hoy eran el tique insulso y gastado de la compra de ayer.
Porque la nota llegaba tarde. Contenía palabras amarillas como hojas de otoño.
La leyó y enseguida la arrugó y la tiró.
Se deshizo de ella, maldita nota, deseando no haberla recibido.
No me miró.
No me vio.
Se le escapó una lágrima diminuta, que bien podía ser una lágrima de felicidad.
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