Viene a cenar a mi casa. Trae unas margaritas amarillas. Son mis flores favoritas. Yo no sabía que ella lo sabía, pero su sonrisa al dármelas la delata.
Es de las que se fija en todos los detalles. Es de las que nunca falla una estocada, ni un beso. Mientras sube la escalera delante de mí le miro el culo. Sí, qué pasa.
Un hombre con un ramo de margaritas amarillas en la mano mirando el culo de una mujer que va delante de él puede resultar bastante ridículo. Menos mal que no me ve nadie.
He preparado una cena exquisita seleccionando lo más fresco del iPod. Y más o menos a los tres cuartos de la botella se le suelta la lengua, se le aflojan los párpados, y me dice: uf, a este paso... como que no estoy para conducir.
-No puedo escatimarle mi hospitalidad a una dama que me obsequia con flores tan hermosas.
Podría haber dicho algo así, porque lo he leído en sitios muy elegantes, y lo he apuntado luego en una libreta que llevo siempre encima a tal efecto, pero me sale sólo un "vale".
Tengo una cama con unas vistas estupendas. Pero le preparo la habitación de invitados.
En el beso de buenas noches lleva una camiseta mía que le está bastante grande, y deja caer otra vez esa sonrisa, la sonrisa de mala. la sonrisa certera. En ella destila la esencia de todas las mujeres que he conocido en mi vida, la esencia de la mujer misma.
Quizá esa esencia habite en las margaritas amarillas.
Pequeñas historias, melodías de insomnio, mensajes en envases de aire, días de tristelicidad...
martes, 31 de marzo de 2009
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