Me leo a mi mismo y no siempre me reconozco.
No sé qué mano soy, si la que escribe o la que toca u otra.
Pero además es que la mitad de las veces publico cosas que escribí hace mucho tiempo, o medio tiempo o poco tiempo. Y en su momento las puse a dormir el sueño de los justos, o a curarse como los jamones en los secaderos o en barbecho, qué bonita palabra: barbecho.
Yo sé que hay gente pendiente de lo que escribo y que se entretienen mucho intentando descifrar mis avatares emocionales por las cosas que escribo. Me halaga. Es gente que me conoce, que me pone cara. Sólo hay que descolocar los posts unas semanas o meter uno de la otra mano o cambiar un tiempo verbal o de la primera a la tercera persona para convertir ese pasatiempo en quimera.
Ellos lo saben pero les hace la misma ilusión. Lo sé porque me lo han contado. Mi padre y mi abuela no me leen, menos mal.
Los desgarrados, los muy tangueros, los posts que escribo las noches de alfileres, son carne de desván, casi nunca salen a la luz en el momento. Luego los arañazos cicatrizan y los gatos que me los hicieron cambian de barrio y entonces los leo y, aunque no los reconozca como míos, los disfruto.
Y voy y los pongo.
Tan a gusto.
Como tú.
Ya ves.
Pequeñas historias, melodías de insomnio, mensajes en envases de aire, días de tristelicidad...
jueves, 19 de febrero de 2009
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