Llueve en la Avenida de la Ilustración.
A las 2 de la mañana de un martes hay muy pocos coches por Madrid. Además llueve. Disfruto recorriendo las calles mojadas de noche. Puedes hacer caso a los semáforos o no hacerlo. La ciudad huele bien.
Las gotas de agua se conviertes en estrellas, casi siempre de color naranja. Cada persona que camina a estas horas tiene una historia detrás y los zapatos empapados. Casi siempre esa historia es más enjundiosa que cualquiera de las nominadas a los Goya.
Los zapatos acaban secándose. Los corazones no.
Ya he vuelto.
Aparco.
Subo.
No hay nada de chocolate en casa. No hay tampoco nadie que haga algo de ruido.
Debería concentrarme y vivir una sola vida. Dormir un solo sueño. Tener un solo trabajo. Hacerle caso sólo a un viento. Empieza a resultarme muy cansado el tener las neuronas tan lejos unas de otras.
Una playa, con una playa tengo.
Una cama. Me basta con una cama.
Lo único realmente único en mi vida es mi hija. Sólo tengo una hija. Es sencilla la vida cuando ella está. Hace que el mundo sea unívoco, que el GPS funcione. Los caminos -cuando ella está- conducen a un sitio concreto, el sol sale en unas coordenadas y a cierta hora. Es bonito tener a alguien a quien preparar el desayuno. Alquien a quien ir a buscar, ir a llevar, alguien con quien ejercer de chófer sumiso y de teniente general: lávate los dientes y peinate ahora mismo que me tienes harto.
Llueve al otro lado de la ventana. Dentro ya no.
Los zapatos se secan y todo vuelve a la normalidad.
Pequeñas historias, melodías de insomnio, mensajes en envases de aire, días de tristelicidad...
sábado, 28 de febrero de 2009
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