Yo, de adolescente, probé el yoga. Tenía ardores, inestabilidad emocional, arrebatos de enamoramiento con la profesora de matemáticas -y la de física, y la de dibujo-. A ratos me sentía el sucesor de Michael Jordan -en bajito pálido- y otras una zapatilla vieja. Claro, yo no sabía que eran desajustes hormonales, pensaba que era el espíritu: me apunté a yoga. Antes, los padres tampoco entendían de pedagogía, y cuando te veían así te decían: estudia de una puta vez, que si no, vas a ser un don nadie. Mientras que ahora un padre moderno te ve desaforado y te recomienda la masturbación, te compra él las revistas guarras y te presta su plei-esteision, para el después de. Es que la pedagogía avanza que es una barbaridad. El caso es que yo, me metí a yoga. Pero me decepcionó.
El profesor nos enseñó el saludo al sol en un gimnasio con unas ventanas pequeñas que daban al norte. La asana -postura, en cristiano, ganas de complicar- de la langosta nos producía un estrés insoportable por la dificultad. Haciendo el triángulo, a Mariluz, que tenía mucho acné, se le salió una teta ¡el día antes de un examen! En cuanto empezábamos la relajación yo me quedaba completamente sopa. El profesor iba diciendo los colores del arcoiris de claros a más oscuros para que llenásemos nuestra mente con ellos, y yo nunca pasé del amarillo. "No, si está muy bien que te relajes, pero es que cuando empiezas a roncar los demás ya no pueden seguir relajándose".
Al final lo dejé. No daban ningún diploma de méritos, ni reconocimiento escrito, pero yo tengo en mi haber ser el único del grupo a quien nunca se le escapó un pedo.
Pequeñas historias, melodías de insomnio, mensajes en envases de aire, días de tristelicidad...
miércoles, 18 de mayo de 2005
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