Corté las margaritas y las puse en un jarrón. Amarillas, muy amarillas. Supongo que son también ecológicas y mías. Bueno, digo mías porque han nacido en mis territorios (léase macetas) pero ser, lo que se dice ser, deben ser del cielo, de la tierra, de ellas mismas. Me gusta verlas tan amarillas -hijas de algún sol- y tan suyas -orgullosas y lozanas.
No soy muy bueno haciendo ramos. No sé si es ortodoxo mezclar margaritas blancas de tienda con un clavel que le regalaron a C., con una flor rara que viene de Canarias, y con las margaritas amarillas de mi cosecha. No lo sé, pero me gusta ver el batiburrillo mientras tomo un café con M.
Qué gusto da charlar con un alma más o menos gemela. De la piel, de los abrazos, de los cariños. De cuando los hay a granel y también de cuando nos los racionan. De cuando hay que mendigarlos,. Está feo mendigar abrazos, está feo porque se arruga el alma como se arrugan los dedos cuando pasas mucho rato en la bañera. Supongo que también está feo racionarlos, también se arruga el alma.
Blablablá, blablablá... qué gusto da reírse y compartir y disfrutar de la ficción de que no estamos solos. Que no nacimos solos, ni moriremos solos, que siempre habrá un ángel. Qué mentira tan hermosa. Vale más que muchas verdades.
Como mis margaritas o, mejor dicho, como esas margaritas amarillas que son de ellas mismas, hijas de un sol o de varios, que nos miran desde el jarrón mientras hablamos.
Pequeñas historias, melodías de insomnio, mensajes en envases de aire, días de tristelicidad...
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Me encanatan las margaritas y...¡qué gusto da reírse!
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