Al acostarme dejo el libro en el suelo. Porque esta cama nueva en casa nueva es baja, y porque no tengo mesilla. Ni falta que me hace. Me estoy dando cuenta, en esta etapa de exilio, de que verdaderamente son muy pocas las cosas que me hacen falta. Un libro. Me duermo pensando que es una pena que los libros no tengan temperatura, como los mamíferos. Es una pena que no tengan latidos cuando lo que contienen tiene tanta vida y, muchas veces, tanta emoción y, muchas veces, tanto humor. Vida. Que tengan la sangre caliente los ministros y los libros no, es una señal inequívoca de que andamos muy mal.
A la mañana siguiente me despierto regular después de haber dormido mal. Abro el ojo y veo el libro en el suelo, como un amigo que vigila a un convalenciente. A falta de un cuerpo que acariciar decido que me apetece tocarlo, cogerlo. Lo hago. ¡Está caliente! Mientras averiguo si es mi imaginación, mi poca solvencia afectiva o un prodigio de la naturaleza se me caen dos lagrimones como puños. ¡Qué poquita cosa somos! Y por la mañana menos. Cuando se me estabilizan las constantes emocionales decido que hay que levantarse como un hombre -más o menos-, y pongo los pies descalzos en el suelo (las zapatillas de estar en casa son otra de las cosas que no echo mucho de menos). El suelo está caliente. Joder, la calefacción va por el suelo, ya decía yo que no veía radiadores en esta casa.
La ducha. Medio contento, medio triste, medio despierto, medio dormido.
Pequeñas historias, melodías de insomnio, mensajes en envases de aire, días de tristelicidad...
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Hay veces que un libro caliente es mucho mejor que un acompañante frío.
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